Una de las necesidades básicas de todo ser humano es la
sensación de pertenencia. No lo digo yo, ojo, lo dice Maslow, un tipo muy listo precursor de la psicología humanista que tanto ha condicionado el campo en el último siglo).
Según él, la necesidad social o de pertenencia es la tercera necesidad después de las
fisiológicas y las de seguridad: “pertenencia a un
grupo, el ser aceptado por los compañeros, dar y
recibir estima, etc.”.
Así, cuando sentimos que somos rechazados (de forma objetiva o subjetiva, porque en realidad lo importante es la emoción que nos genera), se puede abrir una herida determinante en nosotros. Esto es debido a otra realidad intrínseca en el ser humano: la de que
construimos nuestra identidad en base a las experiencias que vivimos: nos miramos según cómo somos mirados. Por eso, ser rechazados implica no sólo la
privación de una necesidad básica, sino también un daño importante en la autoestima (recibiendo la lectura de no ser querida, no ser suficiente, no ser válida...).
Y ¿por qué nos creemos eso? ¿Por qué instauramos esa creencia? Pues porque además de construir nuestra identidad a través del otro, en muchos casos además, vemos peligrar ese vínculo tan importante debido a ese rechazo (parcial o total a tu persona), y ante esa posibilidad acabas eligiendo inconscientemente la opción supuestamente menos dañina, la de responsabilizarte del rechazo: es mi culpa, tiene razón, soy así o asao, he hecho esto muy mal, me merezco este trato, etc. Es menos doloroso validar lo que piensan los demás de tí (e invalidar lo que tú piensas) que perder el vínculo. O eso cree nuestro cerebro homínido que aún recuerda que si no pertenece al grupo, muere.
Además cuanto más íntimo es el vínculo con una persona, más vulnerable somos, con lo cual, más daño nos hace el rechazo.
Y aquí estoy, procesando la teoría... Me gusta saber, entender, colocar,... pero ahora toca la práctica: ¿cómo sobrevivir al rechazo?